Apuntes sobre los vaivenes de ‘Con las botas bien puestas’*

La obra escrita y dirigida por Antonio Peredo y producida por El Búnker versa sobre las secuelas de las dictaduras.

 

Ellas son cuatro, cuatro que son una y una que es millones. Solo en este gesto se resume años de debate sobre la individualidad, la representatividad y la colectividad del movimiento feminista, podría detenerme más en él, pero prefiero ser, esta vez, más descriptivo por razones que se explican más adelante. Con las botas bien puestas, obra dirigida por Antonio Peredo, codirigida por Grecia Cerezo y magistralmente actuada por Claudia Ossio, Daniela Lema, Tania Quiroz y Alexis Maceda, habla sobre ese lado que usualmente olvidamos de la resistencia ante las dictaduras militares. Bien podría llamarse una obra política, obra feminista, obra revolucionaria…, pero a mí me interesa más reconocer un aspecto bien logrado (por el texto y la actuación) de la obra: logra conmover al público.

Quisiera dejar de lado, entonces, cuestiones valorativas (sí, la obra podría haber sido más corta; sí, la escenografía muchas veces limitaba a las actrices; sí, algunos textos sonaban vacíos; sí, extrañé más distanciamiento brechtiano en el cuerpo de la obra; sí, todavía quedan factores a pulir) porque el resultado, en general, fue bueno, pero en esta calidad estética, conceptual del trabajo todavía me obliga a enfocar mi mirada en algunos de estos aspectos. Por ejemplo, llama la atención la dicotomía que se genera en escena: todos los personajes malos (militares por lo general o la voz de los dictadores que se reproduce en grabaciones) son hombres, las buenas son las mujeres. Bajo esa mirada se hace notar que los personajes necesitan ser profundizados. ¿Por qué no aparece ninguno de los hombres revolucionarios mencionados, por qué ese tal Raúl se queda como un ideal, lejano, casi como un Dios, imposible, silencioso, cruel? Otra cosa que pone en evidencia que fue un hombre el dramaturgo, es que estas mujeres (a parte de la preocupación por sus hijos) no tienen ninguna diferencia con un hombre…

¿Por qué logró ser una obra humana? Desde la boletería la obra logra articular una narrativa coherente, intensa, llena de dolor, ironía y amor. En esa sala uno encontraba un árbol hecho de las cartas que, desde hoy, se les mandaría a los desaparecidos durante las dictaduras (además de fotos de varios de ellos, quizás los más conocidos), todas las cartas están dirigidas a “papitos”, en una de ellas se lee que se llevaron al “jefe de la familia”. La obra no anula el lado masculino, sabemos que fueron más, pero lo matiza. Entramos a la sala, las actrices prueban un poco la escenografía antes de iniciar la obra. Durante toda esta primera parte Brecht brilla en su esplendor: se nos recuerda que vamos a ver teatro, actores, ficción y, por tanto, debemos ser crítica con ella (como ya señalaba antes, esto se pierde en el resto de la obra y las pasiones aristotélicas ganan la escena). Entra Claudia (sin lugar a dudas la mejor de las cuatro actrices, me focalizo un momento en ella) cantando “Son tus perjúmenes, mujer”, de Mejía Godoy (nótese la ironía, poco trabajada en escena, que implica la elección de la canción). Sin dejar de cantar le dice a una persona que no use el flash en su cámara. Brilla en felicidad, su sonrisa resplandece. Es una luz dentro de una escenografía que ya anticipa sufrimiento y dolor. Logra que el público aplauda, disfrute con ella.

Y cuando aparece el primer audio, el primer gesto de la dictadura, las cuatro están sentadas, pero ella, sin más que cambiar ligeramente su expresión facial, logra un cambio radical en su energía. El miedo la domina. Estos vaivenes, subidas y bajadas, se vuelven el lenguaje común de la obra. El público baila, ríe, genera una complicidad con estas mujeres y, luego, llora, sufre, le duele. Hasta llegar a la catarsis, bien pensada, en la violación de una de ellas (Daniela), realizada con sutileza en escena, ante el cuerpo de la actriz, pero logrando la fuerza y la violencia que el público necesita para reconocer que algo está pasando ahí.

Para concluir, necesito dedicarle un párrafo a Antonio Peredo. En sus últimas obras se ve una búsqueda (hecho ya en sí plausible) y, creo, es en esta en la que está más cerca del resultado. Su trabajo (siempre consciente de su ser político) sigue obsesiones personales que se plasman en su estética, en sus textos y en sus personajes: son pocos los directores que nos permiten hablar de un teatro de autor. Esto no es en sí un logro, hay autores buenos y malos. Pero sépase que, en general, yo pondría a éste entre los buenos…

 

*La Razón (Edición Impresa) / Camilo Gil Ostria  / 10 de abril de 2019

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