Cuando necesitamos más sangre: Wajtacha

Vivir enamorado, vivir apasionado, vivir el dolor o morir. Todo, pero todo lo que concierne una emoción alzada, lo que significa sacrificio y bienestar, todo es sangre. A lo largo de nuestra breve historia hemos aprendido que, ganar, ser y vivir la experiencia humana no se puede hacer sin sangre (literal y metafórica). Esta es la premisa para empezar a hablar de la obra Wajtacha. Esta puesta en escena, producida por El Astillero y El Búnker, arranca con el conflicto de un supuesto acto de Wajtacha en un centro minero. Un niño muerto, una veta abierta, un grupo de gente un poco más rica. Todo lo bueno en la vida se consigue con sangre.

Pero la sangre engaña y, al parecer, tiene muchos más efectos colaterales que una camisa manchada. En todo caso, jugar con sangre es mucho más peligroso que jugar con fuego. En Wajtacha, la sangre derramada de un niño tiene muchas consecuencias y, como uno lo puede sospechar, se sale todo de control. Hay repercusiones emocionales, sobrenaturales, religiosas, políticas y económicas.

La primera siempre va a ser la más dolorosa, porque si hay un niño sacrificado, hay una madre que lo sufre. Ella es quien canaliza el dolor de la pérdida, la desesperación de la búsqueda y el desgarramiento de lo que significa encontrar la verdad. Ella es quien encuentra el elemento sobrenatural –real o no– de esta Wajtacha, qué es lo que ocurrió realmente, no con el cuerpo, pero con el ajayu del niño. Ella es quien sacrifica hasta su última neurona, por nadie más que por la sangre de su sangre.

El resto de los personajes nos representa todos esos otros aspectos que existen detrás de una Wajtacha. Están los trabajadores de la mina que tanto se benefician por este trueque que ha hecho el Tío, sangre por un poquito de oro. Hay dueños y administradores de las minas que se hicieron mucho más ricos y, como consecuencia obvia, mucho más poderosos. Hay un cura que intenta llevar la reflexión de la Wajtacha por un camino teológico y filosófico, pero siempre la economía y la política pueden devorar mucho más rápido a cualquier debate. Hay un niño ausente que puede ser un alma en pena o bien puede ser la explosión de la pena de su madre. 

Finalmente, hay otro trabajador que agoniza en su lucha interna por el aspecto ético sobre un degollamiento injusto (para quienes lo sufren) y los beneficios que trae. Este último es un personaje trágico que intenta entretejer todas estas perspectivas ya mencionadas que trae la Wajtacha. Y esta es su tragedia, luchar contra una tradición que no es un crimen gratuito, sino que trae consigo toda una gama de ideas que son muy difíciles de entender para una persona fuera de una comunidad.

Por otro lado, en algunas tradiciones, lo que realmente necesitamos es creer y creer como se lo hacía antes, porque, de alguna manera, les funcionó. Necesitamos creer para conseguirlo todo. Por eso pensamos en la sangre como un precio alto a pagar y que será bien recibido: porque duele. Y el ser humano casi nunca acepta la sangre como moneda corriente, necesitamos a alguien que realmente aprecie ese dolor físico y espiritual y que por esto nos compensará bien.

A veces es Dios, y en este espacio es el Tío y es la Pachamama. Es aquí donde nos damos cuenta qué es lo más importante de la obra, porque, si bien no se termina de cerrar la parte política, social y económica de esta historia, lo que siempre va a resaltar es ese aspecto sobrenatural, aquel que le da muchos otros sentidos a esta puesta en escena.

Por esta razón, la puesta en escena de Wajtacha está muy bien pensada en relación a lo fantástico. La distribución del espacio rompe esa estructura común en el teatro del espectador frente a la representación. Hay, justamente, algo más interesante en todo esto: los espectadores se encuentran alineados a lo largo de un pasillo o se utiliza las graderías a manera de construir nuevos espacios.

El Búnker es un lugar que se presta bien a crear de manera más creativa nuevos espacios. Todo esto se hace para resaltar ese lugar un tanto siniestro que puede ser una mina, un espacio que es un gran caldo de cultivo para mantener ciertas creencias y tradiciones, para darle hogar a nuevos personajes sobrenaturales, para que siga corriendo la sangre en una obra en la que no se ve ni una gota de sangre.

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